Se detuvo en la esquina de la avenida Lexington con
la 125 y miró a su alrededor. Aún repetía en la memoria las estrofas de aquella
bachata que cantaban en un comedor del Alto Manhattan, desde donde comenzó a
caminar. Ni un rostro conocido. Miles de gente pasaba a su alrededor y a pesar
de los últimos aires fríos del otoño, sudaba. “Fue un día terrible”, recordó
tiempo después, cuando volvía a escuchar en el portal de un colmado de la Zona
Colonial, en la ciudad de Santo Domingo, las mismas estrofas de No lo perdona
Dios, el hit del grupo Aventura. “Fue un día terrible”, repitió ahora en alta
voz para los amigos que lo rodeaban en ese portal caluroso. Y se quedó en
silencio oyendo la bachata.
- Men, suelta el gorrión, ¿okey? - Le dijo un mulato
que se tomaba una cerveza a su lado a “pico de botella”.- Deja la bobada, asere, que todo eso quedó
atrás, ¿’ta bien?- Terminó preguntándole con la certeza de que iba a
responderle que sí, que estaba bien.
Entonces se levantó y fue hasta la vellonera. Marcó
F-15 y Aventura volvió con la misma bachata: “Eso que has cometido no lo justifica Dios...”. Algunos clientes lo
miraron molestos porque repetía el tema que acababa de sonar.
- Tíguere, tráeme más.- le pidió al colmadero y el
hombre sirvió otra ronda de cervezas. Bebieron a la vez. Eran él, Manolito el
Flaco, Martín y Zuleika la mujer de Martín. A pesar del ambiente festivo, pocas
cosas lo sacaban de su ensimismamiento, acaso el chirrear de un Camry que dobló
urgente la angosta esquina de esa zona de la ciudad y que lo hizo mirar a lo lejos, había un edificio despintado
y más allá creyó ver las luces del atardecer sobre el Hudson. “Y los conflictos comienzan / y el welfare no alcanza / y nadie
quiere ayudar”. Recordó otro tema de los bachateros y se levantó para
marcarlo en la vellonera. “¡Otra vez no, hermano!”, suplicó uno de los clientes
que supuso que marcaba la misma canción.
“No, no, estoy cambiando de onda”, le rectificó y el hombre volvió a su
trago. Entonces regresó a la silla plástica del portal del colmado. “Del
carajo”, les dijo a los amigos y se sumió en su silencio. Un par de veces miró
a Zuleika, no había otra intención que la curiosidad, pero Martín se sintió
incómodo. No dijo nada, necesitaba otra confirmación como aquella vez en
Washington Heights, cuando se reunieron en casa de El Flaco. “Hay mercancía”,
había anunciado El Flaco convencido de que ellos querían consumir, pero nadie
se animó, ya corría la idea de largarse de Nueva York y prefirieron beber hasta
la náusea. Todo conspiraba hacia un cambio radical en sus actitudes, hacia la
adaptación inmediata a una realidad distinta. Hubo whisky hasta vomitar, sólo
que en los últimos instantes del delirio, a un paso del coma alcohólico, Martín
vio a Zuleika salir de la habitación abotonándose la blusa y presumió que algo
extraño había en esa visión taumaturga de borrachera. No pudo confirmar si
alguien salía del cuarto tras ella, la vista se le nublaba constantemente y
perdía la concentración. Pero siempre mantuvo la duda porque una razón precisa
debió existir para que a la mañana siguiente, aplacada la resaca, continuara
recordando la imagen de Zuleika saliendo de la habitación y abotonándose la
blusa, que se le convirtió en un leive-motive a medio camino entre la
alucinación y el recuerdo.
- No lo
perdona Dios, Manolón.- El amigo le sonrió al oírlo citar la bachata. “Tú estás
mata’o, mi socio”, le contestó con la felicidad contagiosa de la música y las
cervezas. Manolito El Flaco lo conocía. Era acaso el único cómplice del
silencio que lo agobiaba, pero como él, intentaba poner las razones a buen
recaudo, esconderlas de una vida que se les presentaba de inmediato con un
paisaje alentador. Se habían conocido hacía muchos años, alrededor de 1980 en
La Habana, empeñados en alistarse a una de las embarcaciones que recogía gente
en el Puerto del Mariel, cuando el éxodo masivo hacia La Florida. No pudo ser,
eran eternos perdedores. Cuando se sentaron a la sombra de los laureles del
Paseo del Prado, en La Habana, cerca de la oficina de Emigración, comprendieron
que habían coincidido en las mismas experiencias de la época. “Coño, asere,
tenemos el mismo chino atrás”, le dijo Manolito y en ese instante surgió el
mote: “De tranca, Flaco, tremenda salación”.
- Manhattan no es el Potosí.- Sentenció Manolito El
Flaco tratando de confirmar la decisión tomada.
- Es tremenda vaina.- Dijo Martín recostado sobre los
muslos de su mujer.- Una vaina der diablo.- Insistió, pero tras las sentencias
no quisieron agregar motivos a esas definiciones.
- ¿Aquí hay palmas, Martín?
- Claro, oh, pero no faltaba más. —Le respondió
exagerando su acento dominicano.
La calle 125 se extiende recta en medio del Alto
Manhattan. En uno de los comedores habituales donde la masa de emigrados se
cita para compartir las metáforas de su ausencia sentimental, había conocido a
un grupo de dominicanos que ahora asumían la iniciativa de traerlo de vuelta al
Caribe. Huían. Manhattan tiene la coincidencia de que sus calles terminan
siempre en las aguas de la bahía. Es la única similitud con el pecado original
antillano, la claustrofobia marina, un paisaje azul al final de todas las
calles. Uno transita en la guagua de la ruta 64 que recorre la avenida San
Lázaro en La Habana y al fondo de cada bocacalle, perpendicular, hay una ola.
Así pasa en Santo Domingo, al extremo de todas las esperanzas está el borde del
mar. “No fuimos programados para ver más allá”, dijo Martín. “Es un defecto de
fábrica”, sentenció.
Se habían citado en un hotelito por la avenida
Madison, cerca del Museo. Era el invierno de 2002, las tres de la tarde y un
chou-fan aún le hacía sonar el estómago. Subieron a la habitación. Era limpia y
angosta, y a pesar de permanecer cerrada todo el día se colaban los ruidos de
la calle. Les agarró la noche. Cuando bajaron, las luces de Nueva York estaban
encendidas. “Del diache, hoy me matan”, dijo ella asustada por la hora.
“Llámame cuando llegues para estar tranquilo”, le pidió él y se despidieron con
un beso furtivo, casi camaderil. El se fue caminando. Lloviznaba y las luces se
multiplicaban reflejadas debajo de la acera como si otra ciudad coexistiera al
revés. En una esquina con la calle 106 escuchó los compases de un viejo jazz
que salía de una cafetería. Parecía un filme de Woddy Allen.
Casi dos meses después surgió la duda. Necesitaron
una semana más para confirmar que ella estaba embarazada.
- ¿Y ahora qué hacemos? - Le preguntó la muchacha al
salir del laboratorio. El se quedó pensando y sólo atinó a decirle:
- No sé, ¿qué se te ocurre?
Cuando
se lo contó a El Flaco, este le respondió: “De madre, mi socio, te metiste en
la pata de los caballos, esa gente es de Dominicana”.
- Coño, Flaco, como si los dominicanos fueran la cosa nostra.
No lo eran. Pero el embarazo esquivo terminó en un
aborto.
- Nada socio, es lo más normal del mundo.- Le dijo El
Flaco acodado en sus experiencias en los hospitales de La Habana, donde se
botaban fetos como cáscaras de plátanos.
- Okey, bróder, pa’fuera y que se joda el mundo.- Le
respondió tratando de asumir la realidad como una tragedia pasajera.
Se empinó la botella de cerveza tomándose de una vez
todo lo que quedaba y le hizo señas al colmadero para que trajera más. Aventura
regresaba en la vellonera al tema original, “Eso
que has cometido no lo justifica Dios, / le has quitado la vida a un niño sin razón,
/ quizás pudo ser un pelotero, un bachatero o algo más...”, se le erizó la
espalda al oírlo pero se mantuvo incólume. “Cuando le salió una lágrima
emocionada fue normal; pero si al salir la lágrima pensó qué hermosa se veía
emocionada y entonces le brotó otra lágrima, la primera fue real, la segunda
fue el kitch”, recordó una novela de Kundera. Se recostó en la silla plástica
de aquel colmado de la Zona Colonial y puso cara de ocasión. Disfrutó el origen
de su cultura, la propuesta nietzscheriana del eterno regreso. Y dejó de ser un
hombre común. Estaba sufriendo y
se veía conmovedor.
- Men, eso no te lo cree ni la puta que te parió.- Le
dijo El Flaco consciente de las poses de su amigo.
- Qué te pasa, hermano, estás en Quisqueya, aquí se
goza mucho.- Le aseguró Martín con tono de entusiasmo.
- Déjenlo.- Suplicó Zuleika.
“Por el sudor de su madre / tiene carro del
año / y viste de Armani na’ma...”, cantaba Aventura en la vellonera
mientras él regresaba a las calles del Alto Manhattan. Una soledad colgada del
cuello, dos, tres, cien amigos de yerba, polvo y aguardiente. Las luces sobre
la ciudad y la Quinta lujosa como en las películas. Nada más. “Y nada más, y
nada más”, evocó esa canción que no escuchaba desde hacía veinte años. “Qué me
pasa, cojones”, pensó enfurecido. Nada. Era la respuesta perfecta, acaso
sobreponerse a la nostalgia, asumir la lejanía como un estigma común, “... y
nada más, y nada más...”. Un escritor amigo le había contado que en ciudades
como Nueva York, la nacionalidad sólo se descubre en el olor del congrí que
sale de los apartamentos de los cubanos, en el aroma del mofongo de donde viven
los dominicanos, en el guacamol de los nicaragüenses, el churrasco de los
uruguayos. “La cultura es digestiva”, sentenció. “Luego un trago de sal Andrews
en strike y hemos representado la globalización”, se dijo convencido y quiso
azorar su melancolía venidera. Pero no era posible, por eso se bebió la cerveza
como una Coca Cola, moviendo la nuez de su garganta mientras tragaba sin parar.
- Socio, ni un lague
más, ya estás pa’ taller. — Le ordenó El Flaco
- Déjame.- Protestó suplicante mientras iba hasta el
mostrador del colmado donde Martín pedía una ronda nueva de cervezas.
- ¿Tú te crees que eres el único?- Le dijo Martín a
media voz recostado al mostrador de caoba. – Aquí ha llovido demasiado para
creerse el único doliente.- Concluyó.
- ¿Qué tú dices, men, de qué me hablas?
- Tú sabes.
Se separaron del mostrador con una incógnita
compartida. Pero a esa altura del alcohol tenían poco qué hacer y decidieron
compartir felices la próxima cerveza. Había una bachata en la vellonera de
sangre y hermandad. “Fue un día terrible”, dijo en alta voz despertando de un
letargo. El Flaco se asustó. “Oye, mi socio, o dejas eso o nos vamos pa’l
carajo”, le recriminó, pero los demás habían entrado en una cofradía de
cuestionamientos. Sobrevolaba aquel portal el afán discreto del desarraigo
mientras se deshacían en motivaciones distintas, en la búsqueda de una
justificación real. No la había.
- Déjenlo en paz.- Reiteró Zuleika.
- Oye, ¿y qué tú te traes, eh?- Preguntó Martín ante
la insistencia de su mujer.
- Na’, na’, déjenlo que yo sé lo que le pasa.-
Insistió la muchacha con tono lastimoso, de comprensión maternal.
Había un punto donde el regreso era el principio de
un ciclo indetenible. Alguna vez aprenderían que estaban estrenando una culpa
milenaria que les había sido prohibida.
- Una ronda más, colmadero.- Ordenó gritando desde su
silla del portal con voz de barítono.
Pero nadie le hizo caso.
“Llévenselo que está jumado”, aconsejó el colmadero. “No aguanta más”.
No era cierto. Estaba acostumbrándose al regreso recurrente. De nada valían las
alusiones bachateras, las memorias de Nueva York, los amores concebidos bajo
las artimañas de la traición. Comprendió que llegaba tarde a todos los lugares.
A veces la avenida Independencia de Santo Domingo le recordaba la calle 17 de
El Vedado habanero; la Avenida 27 le hacía recordar a la avenida Carlos III; la
calle Las Damas a Empedrado en La Habana Vieja. Era la simbología del olvido,
la exaltación de lo perdido.
- El mundo es un frijol.-
Sentenció regresando por un instante de su ausencia.
- Vámonos.- Propuso El Flaco.
- Vámonos.- Repitieron todos al unísono, coralmente,
porque estaban tan acostumbrados a las despedidas.
Y se fueron caminando, a
tumbos, olvidados ya de la tragedia de ocasión. Mañana volverían al acecho de
lo perdido, no importaba el lugar, la geografía era una bachata girando en la
vellonera.